Los Navegantes del Palomar desde Urueña, La Villa del Libro
Es aconsejable y delicioso dejar a menudo que repose el libro externo que estamos leyendo, y abrir al azar alguno de los miles que almacenamos dentro, pues amén de los impresos en papel y con encuadernación de batalla, o más vestida, están los imprimidos en nuestra persona con tipografía de vida y encuadernados en cerebro.
Cierro los ojos para mejor apurar uno de éstos que me llega volando sobre los campos de la memoria. Lo abro y resulta ser el que narra cómo Félix Rodríguez Mendoza, mi abuelo por parte de madre, leía desde el lubricán vespertino, prolongadamente, hasta la noche candada, balanceándose en una mecedora de nogal, de brazos y cuerpo en ola y con respaldo de rejilla. Oscilaba él suavemente a la luz de un quinqué de cuerpo metálico pulido y esencial, cual el de los alambiques, donde se depositaba el alma de petróleo; y para la llama sobre mecha, calzaba tubo de cristal, enigmático como matraz aforado en el que las soluciones alquímicas de luz y sombra permitiesen medir el volumen de misterio de la lectura.
La mecedora era su buque para navegar textos. A su lado yo, que empezaba apenas a conocer las letras, sentado en una silla costurera de madera de olivo y mimbre, cual grumete de páginas, simulaba leerlas hasta que me rendía el sueño. Mi abuelo había aprendido a hacerlo en San Pelayo de la Guareña, su pueblo salmantino, para leer a su madre analfabeta, ya viuda, las cartas de sus otros hijos que emigraran a Madrid, y desde entonces infinitamente leyó siendo trillique, pavero, dependiente de comercio de coloniales, emigrante, vendedor de baúles mundo y pieles de cocodrilo durante la Revolución Mexicana, en San Juan Bautista de Villahermosa, hotelero, agricultor y ganadero… ¡Le gustaban tanto los libros!… Me había contado que empezaron siendo rollos de papiro, que como las largas fajas de algodón y lana en que él se envolvía a la altura del ombligo, se enrollaban alrededor del omphalos. Conservo libros de mi abuelo que todavía releo; pero ninguna de sus fajas: Me pregunto muchas veces de qué tratarían.
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Los Navegantes del Palomar desde Urueña, La Villa del Libro
Llegadas estas fechas del año, de muda de estación, de ferias y migraciones después de temporales y lluvias muy persistentes, andábamos de prospección estos libreros, tanteando dónde podrían anidar nuestras bandadas de “encuadernados”, cuando del montón nos ha parecido que piaba alguno así: “¡Eh! ¡Eh! ¡Oíd! Aunque con alas cuando se nos abren las tapas, nosotros, los con-papel, somos muy de secano. A ver si vais a posarnos en un humedal, porque lo nuestro no son las pajas verdes sino las páginas veredes”.
“¡Lo que hay que ver!”, exclamamos nosotros ahora. Nos consta que, por anidar, lo hacen en cualquier rinche. Una tarde de diciembre, va de esto algo más de diez años, cuando aún vivíamos en nuestro palomar, cinco leguas al sur de Burgos, Rosario, la sacristana de la iglesia del pueblo, nos dijo que los cacharreros del lugar habían limpiado una casa, y que en la cuneta, a tiro de piedra de nuestro cobijo, habían arrojado con su descomunal pala mecánica escombros, trastos, y hasta un baúl.
El crepúsculo se fue cerrando en lluvia. Cayó agua durante toda la noche. Al lubricán matutino, impacientes, buscando un buraco de amaine en la borrasca, salimos a husmear el yacimiento. Brillaba en el vientre de aquellos despojos un baúl de tablas revestido de metal labrado, con sus refuerzos, cerraduras y esquineros adornados, intactos; y bajo la tapa abovedada, que levantamos trémulos de emoción y frío, descubrimos media docena de antiguas y ovaladas fuentes de loza monocroma, blanca, colmadas de un guiso de lamentable pasta de papel: Sólo un libro de botica y medicina doméstica de un tal Jorge Buchan, salido de la imprenta de Don Antonio Sancha en 1785 (plena piel, tejuelos, florones, hilos dorados en planos y ex libris del anterior propietario farmacéutico), se conservó de aquella nidada de encuadernados. Disfrutamos aún de las fuentes en la mesa. El libro de Buchan se vendió suculentamente en los principios de la librería.
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Se habían roto las gafas. Entre sombras, pobre, solo y ocurrente, para seguir leyendo, con tijeras el anciano remediaba su corta vista.
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Hoja suelta del otoño de los libros, al azar caída entre las hojas de otro libro, vino a morir lejos una tarde del pasado verano. Sobre su haz, con la caligrafía ancha de Pacheco, pasé anoche la yema de los dedos, repitiendo la lejana caricia de su puño cierto.
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Durante su época de bibliopolas, hallábanse los Navegantes del Palomar una noche de finales de diciembre de 2013 en la cocina del Ónfalos, espiral y remoto restaurante propiedad de Cronos y Ananké, hasta donde habían llegado desde el Otero de Humos, en la comarca del menguado Rivulo Sicco ―pues por entonces paraban allí―, orientándose ipso facto mediante breve y suave rotación entre los dedos índice y pulgar de una invitación, encontrada entre las páginas otoñales de cierto libro sobre peces emigrantes y salmónidos mundiales.
Precisamente en ese momento, Zodiaco, el cocinero principal, estaba acabando de remover tenazmente un perol muy capaz, donde se espesaba jalea de agua de rocío matutino, recogida con paciencia de seda de las hojas ligeramente pubescentes de la caléndula; aceite de maravilla, extraído del prensado de las semillas del capítulo del girasol; una plétora inverosímil de esporangios de lunaria menor; y miel.
―Calendario, sol que gira, luna, y miel… La miel se ha añadido, evidentemente, porque contiene parte de milenio…
El Navegante, que sin dejar de observar a Zodiaco iba interpretando y anotando a su modo los ingredientes en la superficie de su propio antebrazo izquierdo, tras mojar con la lengua la mina, ya roma, de un cachito de viejísimo lapicero de tinta, que tenía la madera rajada sujeta con sobado jironcillo de esparadrapo y que escribía las letras con grueso trazo azul, y que él había encontrado en un polvoriento lote de libros, que ha tiempo compraran en Honquilana, añadió:
―¡Asómbrate de la alquimia, Naveganta Milafina, y no pierdas comba! ¡Estamos aprendiendo cómo se origina la temblorosa carne del año!
―Que deberá adquirir sabor agradable y aspecto sólido y satinado en cuanto se enfríe y yo le añada la Marie Est Malade que tengo a mano, preparada con piel, corazón y pepitas de fruta estrella ―explicó Zodiaco.
―¿El qué…? ―preguntó Milafina
―La Marie Est Malade. Un dignísimo remedio de reinas. “María está enferma”, o sea, Marie est Malade, que equivale a decir… ¡Mermelada!… Llevando vosotros tanto tiempo a la deriva, Amigos Navegantes del Palomar, es remedio que os conviene conocer: Se la preparaban a María Estuardo para consolarla de los mareos cuando viajaba en barco ―dijo el cocinero Zodiaco.
―…La fruta estrella que nombraste antes es, sin duda, la “carambola”.
Habló Zarrapastro Navegante, con la lengua azul oscuro y sin dejar de lucubrar, mientras seguía escribiendo en el antebrazo. Y añadió:
―La carambola es poco dulce, ácida y con un toque amargo…
―En este caso la carambola conviene al preparado que enfría Zodiaco como anillo al dedo ―observó la Naveganta―. Resume muy suavemente lo que, al fin y a la postre, puede ser un año: acerbo y acidulado… ¡A ver con qué música entra éste!…
jalea.
―do–si–mi–la–do–re ―Tarareó entonces Zodiaco, acabando de dar forma a su
―¡Dosimiladorre!, Navegante. ¡Qué nombre más musical para el año! ―Exclamó la Naveganta Milafina festejándolo.
―¡Dos mil catorce! dos mil catorce, o sea, Dosimiladorre… ¡qué bien compuesto! ¡qué buen disparate! ―Así habló Zarrapastro Navegante, entusiasmado y pensando que le urgía conversar con su hijo Mu-si-ko para que escribiera el concertado nombre en un pentagrama.
E incluso lo desarrollase; y con su hijo Ki-mi-ko para que, pautando lo ocurrido en la remota cocina del restaurante Ónfalos, derivase y formulara el elixir del buen sonar para los años venideros.
―¡¡Dosimiladorre , bien compuesto y servido en bandeja!! ―concluyó exultante Zodiaco, mostrando al que empezaba con rostro de ida y vuelta ya, pues el tiempo pasa volando.
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Los Navegantes del Palomar desde Urueña, La Villa del Libro
Birliqui birloque, por arte de encantamiento pragmático, este primer mes del 14, aunque el año sólo tiene 12, esta columna que se llama Con alas de libro se convertirá en… Con halas de libro. Vamos; usemos la varita mágica admirable, moviéndola punto arriba punto abajo y, abracadabra, ya está: Con ¡halas! de libro.
Todo este voluminoso jaleo viene a cuento de que , intratables, los libros que no caben en nuestra librería, ni en el almacén, ni en la nave, se nos han venido a casa porque sí, y aquí campan a sus anchas y nos las hacen pasar estrechas: ¡hala libros! ¡hala libros!…
Muy distintos a los de cabecera, que después de susurrarnos se quedan discretamente en la mesilla de noche al apagar la luz porque viene el sueño, hay unos verdaderamente molestos, que son los libros de asientos. No te dejan sitio ni sosiego. Te ocupan todas las sillas -las más cómodas y las tiesas-, los sillones, los sofás, las banquetas, los bancos… Los libros de asientos sirven a los contables para anotar o escribir lo que importa tener presente. El libro de asientos es un libro diario donde se registran los movimientos de la empresa…, de la librería, claro; y cuando acaba el año ha de estar cuadrado, rectángulo, o sea, totalmente libro…
¿Pero de qué libros estamos hablando ahora? ¿Dónde hemos ido a encallar? ¡Qué manera de ir a la deriva, caramba!… Comienza el año… ¿halas?… ¿tendremos ánimo? La varita mágica admirable, moviéndola punto arriba de dudas punto abajo, se ha retorcido… ¿Resistiremos?… ¡a las claras que sí!
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Los Navegantes del Palomar desde Urueña, La Villa del Libro
Se fue el otoño en hojas; pero los libros las tienen perennes. Llegado el invierno, es amable hallarlos al entrar en casa, y percibiendo su respiración insufladora dejarte tomar por su mano y perderte con ellos en el bosque foliado, a la luz que dan –si las has apagado–, las pantallas del televisor vertiginoso, de la hipnótica tableta computadora, del tabléfono inseparable, del móvil impertinente, y de toda la cursi elegancia electrónica e informática con monitor que saquea nuestros bolsillos.
Claro que un e-reader puede secuestrar en sus circuitos sin manteca mil libros, dos mil –y hasta llegará el día que tenga robados, ¡ay explosiva paradoja salvadora!, sin cuento de ellos: más de los que existen y existirán–, y mantenerlos a voluntad, por su mega o giga-virtud, invisibles, “desatomizados”, desnutridos, sin tomo ni lomo, ni cubiertas, ni tripa, es decir sin sus partes, en su bit-teca alarmante.
Y ese día llegará a casa el lector y entrará sin que en ella haya libros, que sus 40.000 vaporizados los lleva compungidos, comprimidos, todos virtualmente diluidos y disparatadamente inabordables, bajo el brazo en un mini pad o en una nube desnaturalizada. Entrará en el hogar, y en él no habrá hojas de tinta ni en primavera, ni en verano, ni en otoño…, ni en el invierno, ¡cuando tan humano y divino es irse a la cama con un pequeño volumen, tierno como un bebé, que se abraza a ti, después de los arrumacos de la lectura, en el instante en que, habiéndote vencido el sueño, abierto lo dejas caer sobre tu pecho!
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