Corría el año 1933 cuando unos tipos de dudoso gusto literario decidieron condenar los libros que no les gustaban. En vez de relegarlos a los bajos fondos de su biblioteca personal, cosa que a nadie hubiese molestado, optaron por una medida un poco más extrema: quemarlos. Hitler, secundado por Goebbels y toda su camarilla de enajenados, consiguieron prender hogueras en las principales ciudades alemanas y aniquilar, de este modo, libros de más de 5.000 autores, ni más ni menos. ¿Su crimen? Ser pacifistas como Arnold Zweig o Remarque, simpatizantes con el comunismo como Kish o Heinrich Mann, tener un espíritu crítico e independiente como Tucholski o Alfred Kerr o ser, simplemente, judíos, como Arthur Holitscher.
He aquí algunas perlas, no precisamente literarias, de Goebbels, al poco de iniciar lo que hoy se conoce como «Bibliocausto nazi»:
Durante los pasados catorce años Uds., estudiantes, sufrieron en silencio vergonzoso la humillación de la República de Noviembre, y sus bibliotecas fueron inundadas con la basura y la corrupción del asfalto literario de los judíos. Mientras las ciencias de la cultura estaban aisladas de la vida real, la juventud alemana ha reestablecido ahora nuevas condiciones en nuestro sistema legal y ha devuelto la normalidad a nuestra vida […]
Las revoluciones que son genuinas no se paran en nada. Ninguna área debe permanecer intocable […]
Por tanto, Uds. están haciendo lo correcto cuando Uds., a esta hora de medianoche, entregan a las llamas el espíritu diabólico del pasado[…]
El anterior pasado perece en las llamas; los nuevos tiempos renacen de esas llamas que se queman en nuestros corazones […]
Holitscher, cuyo nombre ardió en la memoria de los exiliados, debió de pensar en sus peores momentos que le había mirado un tuerto: tuvo una vida llena de tormentos y fracasos, sólo compensada por el éxito de un libro de reportajes sobre Estados Unidos, le quemaron sus obras y, por si fuese poco, alcanzó una triste forma de inmortalidad al servir de modelo para Detlev Spinell, un personaje caricaturesco que aparece en el «Tristán» de Thomas Mann.
Como detalle final, se acostumbra a señalar un último acontecimiento en la vida -o en este caso de la muerte- de Arthur Holitscher: en su entierro habló otro de los gigantes, Robert Musil. No sabemos lo que dijo, pero acaso la anécdota sirva de apropiado colofón para Holitscher, un hombre al que la historia literaria ha querido dejar sin atributos.
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