I
Se citó atiza, consumida ya la tarde, con otro librero para asar un libro. Habían elegido uno poco conocido de Jack London: El vagabundo de las estrellas. El encuadernador con quien previamente habían quedado de acuerdo, en un abrir y cerrar de pastas añadió un asa en el lomo del volumen. Atiza y su colega, turnándose para no fatigarse con el peso del argumento, llevaban el libro por el asa, y con tan repleta maleta, arropados con suave emoción, subiéronse al vagón de la noche, que desde el fin de la tarde viaja hasta el amanecer.
II
En la pequeña librería de Atiza cabíase de momento a pesar de los libros. Así como en las ciudades que crecen se busca continuamente suelo edificable, en su tienda de libros exploró a conciencia Atiza dónde había hueco o trozo de pared baldable, estanteriable; pero habiendo llegado a la conclusión de que ya no había posible tramo, en la trama de los libros, por aproximación fonética, quería descubrir cómo colocar anaqueles.
III
Progresaba la madrugada y todavía a vueltas andaba el librero Atiza con sus anaqueles.
–Ana, ¿qué lees? –preguntó Atiza, bromeando en la poblada soledad de su librería.
–No leo; sostengo libros –le pareció que susurraba Ana.
¿Pero qué Ana susurraba?… ¿Karenina? ¿Frank? ¿Bolena? ¿Nin?… ¿cuál de ellas, de la poblada soledad?… ¿Soledad?… ¿Cuánta?… ¿Cien años?… ¿La del corredor de fondo?…
IV
Aún antes de ser librero, había descubierto Atiza que, sembradas en los huertecillos que son las hojas de papel, las letras se desarrollan como las plantas. De modo que en la primavera Atiza dio en buscarles la flor: La flor del a, la flor del be, la flor del ce, la flor del de, la flor del e, la flor del efe, la flor del ge, la flor del hache, la flor del i, la flor del jota, la flor del ka, la flor del ele, la flor del eme, la flor del ene, la flor del o, la flor del pe, la flor del cu, la flor del erre, la flor del ese… A pesar de su notable esfuerzo y de pesquisas laboriosas, de momento sólo había encontrado la flor del té, que él tomaba siempre con limón.
V
A pesar de ser la librería de Atiza de antiguo y de viejo, decía Atiza que era, su librería, de “anticipación”; y no tanto porque también estuvieran sus libros en una base de datos virtual, cuanto porque los argumentos que contenían, los textos con sus capítulos, atravesando hacia adelante y hacia atrás los siglos, viajaban en el tiempo.
VI
–¿Por qué no me abres nunca, Atiza?
Pareció al librero Atiza que un libro de la tercera estantería le hablaba.
–¿Cuál eres tú? –preguntó mirando por encima de los cristales de sus destartaladas gafas de ver de cerca hacia las baldas del centro.
–Lo que el viento se llevó –respondió Lo que el viento se llevó con palabras de Margaret Mitchell y voz de Scarlett O’Hara. E insistió–: ¿Por qué no me abres nunca, Atiza?
–Porque si te abro, Loqu’elvientosellevó –en la intimidad de la librería Atiza se dirigía a sus libros usándoles el título como nombre cristiano–, temo que me dejes la librería sin hojas en un soplo.
VII
Cuando ya había anochecido, iba el librero Atiza a encender el farol de la puerta; pero vio que la pila de libros que había dejado en la calle para atraer a paseantes refulgía. “¡Ah!” se dijo. “¡En todos los años de mi vida de librero jamás había visto cosa igual: También los libros apilados dan luz!”
No tuvo que investigar mucho para descubrir la justificación del fenómeno. En medio de la pila estaban Las iluminaciones, del poeta Rimbaud., suficientes, por sí solas, para dar luz a toda una vida.
VIII
Sacó Atiza a la puerta de su librería una selección de libros, y como hacía algo de viento comenzaron a abanicarse.
–¡Vaya si sois particulares y cómo os gusta llevar la contraria! –Los amonestó. Uno se abanica cuando el calor sofoca; pero vosotros no. Cuanta más brisa hace, más aire os dais.
–Más exacto sería –respondieron– que nos dijeses: “mejor os abrís”
IX
Atiza escribía a lápiz, arriba, en la esquina derecha de la primera hoja, el precio a los libros en cuanto acababa de tasarlos. Con los años, el librero Atiza había llegado a entender perfectamente el parloteo que continuamente mantenían entre ellos los seres con páginas.
–¿Te has fijado? –Escuchó cómo le decía una noche un libro a otro– ¿Te has fijado bien? Apenas llegamos a su establecimiento, éste nos asigna un número de preso.
–Es el precio –contestó el otro libro.
–¡Nada de precio: el preso! Cuanto más alto es el número, mayor la condena, más tiempo permaneceremos encerrados.
Desde esa noche el librero Atiza ponía tan baratos los libros que ellos, apenas entraban en la librería, ya se sentían en libertad.
Me suena que ese Librero Atiza , no debe ser otro que ZARRIAS ,
Y el video nos hace recordar los hermosos días que pasamos juntos.
besos de la familia