En los primeros tiempos de su librería, los libros tomaban el pelo al librero Atiza. No sólo se amontonaban sin urbanidad hasta que conseguían agobiarlo, también le robaban absolutamente el sitio subiéndose hasta en la silla, o desparramándose por el suelo le echaban zancadillas, o se escondían para no reposar en las estanterías, como el niño travieso que renuncia al sueño. “¡Las baldas son aburridas!”, gritaban. “¡Véndenos a un lector desordenado!”, coreaban… Y mofándose le mareaban diciendo: “¡Atiza!, ya sabes, cuando nos vendas, no nos vendes!” Y se lo decían porque al principio en la librería de Atiza no era infrecuente que faltase papel para vendarlos, o sea, para envolverlos.
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