El pequeño establecimiento del librero Atiza, muy cuajado de volúmenes de todos los tamaños, estaba situado en una pequeña, atractiva villa amurallada, por donde transitaban turistas con frecuencia. No pasaba semana sin que Atiza viese entrar en su librería alguna mujer que pedía dedales. Esta circunstancia, que le irritó al principio, pues resultaba transparente que la suya no era una tienda de souvenirs, acabó por resultarle familiar luego e interesante al fin, pues comprendiendo que un tendero no debe dar puntada sin hilo, ¿por qué no despachar –se dijo– dedales en una librería con que ayudar a coser el infinito tejido de las historias, teniendo en cuenta que a cada una acaba cogiéndosele el hilo?
A partir de entonces, el librero Atiza comenzó a escribir sus deliciosos cuentos con un dedal en el dedo corazón, para así no dar puntada sin hilo…
Saludos desde Velliza.