A las cinco de la tarde de un soleado día de principios del pasado octubre de crisis, sí, a las cinco aproximadamente, tratando de meter en vereda en el almacén un tumulto de libros (o sea, de apaciguarlos en las estanterías, que vienen a ser como superpuestos caminos donde tenerlos quietos), se nos derrumbó un doble cuerpo de librería con dos mil de ellos. El afanoso librero, amen de en la sien izquierda ser confirmado por un libro contundente, que directo le llegó volando con sus abiertas alas de página, quedó aturdido, vencido y completamente sepultado por media tonelada de volúmenes, de cuyo culto y descomunal abrazo creyó no poder zafarse; mas logró afortunadamente levantar por sus propios medios lo losa impresa.
Ahogados en el exceso de su presencia , los libreros imprudentes y escrupulosos no se enfrentan sólo a asfixiantes y permanentes dudas para clasificar el fondo de sus almacenes, sino también a pesadillas en las que se ven vendidos al oficio por sus propios libros, sin tener derecho durante el año a un mermado día de vacación porque el negocio se les vendría encima.
En Bartlevy y compañía, un libro de de Enrique Vila-Matas, se habla de los peligros que pueden acontecer dándose uno a escribirlos. Dejamos al prudente, reflexivo lector, a la discreta, inteligente lectora, que ponderen dónde se encierran mayores riesgos, si en alumbrarlos o en albergarlos… Acaso sea el librero de viejo un escritor de lances.
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