Caído el lomo del libro viejo en el cuenco de una mano, bien acomodado el volumen en silla de dedos, cuando al azar lo abres con la otra y con el pulgar acaricias el canto delantero de las hojas, presionando para que pasen como si les infundieras con la yema soplo de brisa ligera, él, el libro, cuchichea y cuenta a veces sin discreción alguna, invadiendo parcelas de intimidad a las que no ha sido invitado, lo que supo cuando vivía en anaqueles de una discreta biblioteca particular, porque entró entre sus páginas, hoy polvorientas, un billete, una esquela, una carta que se oculta.
Apenas hace un mes compramos libros a un matrimonio entrado en años. Salía el hombre de una operación. Se recuperaba y volvía a latir con cierto ritmo; pero tenía fatigado el corazón y la entraña de los ojos muy gastada. Ya nunca podría leer. Nos resultó evidente que la mujer, bastante más joven que su octogenario marido, no quería nada a los libros, los despreciaba contenidamente; vio llegado el momento de librarse de ellos y nos llamó.
Una vez que los sacamos de las cajas de cartón donde los habíamos transportado y cuando con el pulgar acariciábamos sus hojas por el canto delantero, uno de ellos, de la Guerra Civil precisamente, despechado por el desalojo, me dijo:
-¿Sabes? Él era de familia con posibles y tenía estudios; ella era casi analfabeta y la criada de la casa. Venga, toma y lee esta carta. ¿Ves los trazos?… Fíjate en las faltas de ortografía… La dejó embarazada . ¡Vamos, lee en alto!… “Tan vien te digo que bas a tener un ijo pero no te perocupes porfabor ben a casa.”
¡Delicioso! taberneros