Los Navegantes del Palomar desde Urueña, La Villa del Libro
Se fue el otoño en hojas; pero los libros las tienen perennes. Llegado el invierno, es amable hallarlos al entrar en casa, y percibiendo su respiración insufladora dejarte tomar por su mano y perderte con ellos en el bosque foliado, a la luz que dan –si las has apagado–, las pantallas del televisor vertiginoso, de la hipnótica tableta computadora, del tabléfono inseparable, del móvil impertinente, y de toda la cursi elegancia electrónica e informática con monitor que saquea nuestros bolsillos.
Claro que un e-reader puede secuestrar en sus circuitos sin manteca mil libros, dos mil –y hasta llegará el día que tenga robados, ¡ay explosiva paradoja salvadora!, sin cuento de ellos: más de los que existen y existirán–, y mantenerlos a voluntad, por su mega o giga-virtud, invisibles, “desatomizados”, desnutridos, sin tomo ni lomo, ni cubiertas, ni tripa, es decir sin sus partes, en su bit-teca alarmante.
Y ese día llegará a casa el lector y entrará sin que en ella haya libros, que sus 40.000 vaporizados los lleva compungidos, comprimidos, todos virtualmente diluidos y disparatadamente inabordables, bajo el brazo en un mini pad o en una nube desnaturalizada. Entrará en el hogar, y en él no habrá hojas de tinta ni en primavera, ni en verano, ni en otoño…, ni en el invierno, ¡cuando tan humano y divino es irse a la cama con un pequeño volumen, tierno como un bebé, que se abraza a ti, después de los arrumacos de la lectura, en el instante en que, habiéndote vencido el sueño, abierto lo dejas caer sobre tu pecho!
Con alas de libro
12/21/2013 por Tabernero
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