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Archive for the ‘LECTURA TAvERNÁCULA’ Category

Lucinio Álvarez, aficionado al libro viejo, quedó horrorizado al abrir el presente ejemplar y comprobar el tremendo estrago provocado por la termita. Horror que se transformó en perplejidad, primero, y en la certeza, más tarde, de que no debía leer el libro, pues la termita, en su voracidad, no se había dignado a probar ni una sola palabra. No iba él a ser menos.

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Esta lectora, cínica por naturaleza, no pudo evitar una estruendosa carcajada al comprobar cómo el cura de Corullón había pagado, a tocateja, la modesta cantidad de 314 pesetas «por corregir los Diez Mandamientos». Hubiese seguido subrayando de no haberse dado cuenta, a tiempo, de que en realidad  todo el texto destilaba la misma impía retranca. En vez de eso, lo escaneó y lo difundió por facebook, aunque, para su sorpresa, fueron muy pocos los que lo comentaron y menos aún los que compartieron.

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Siendo este aspirante a mago poco hábil con los juegos de manos, de tal modo que, en el juego señalado, no conseguía hacer desaparecer la dichosa carta, trató de estimularse marcando la página con un punto de libro «borrador». Al comprobar, tras muchos intentos, que no conseguía «borrar» la carta, optó por cerrar definitivamente el libro y dedicarse al funambulismo, actividad para la que se creía mucho mejor dotado. Murió de un traumatismo a los pocos días.

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Para tantearla, en una edición de bolsillo y muy de batalla, caló por la mitad aproximadamente el avezado lector la obra de Alfonso Grosso, La zanja, y viendo clara y distintamente el surco, el canalillo del libro entre los dos campos de letras, clausuró el volumen dándolo por leído en un abrir y cerrar de ojos.

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Este adolescente, de natural inquieto y bullanguero, sintió un acceso de rebeldía al leer que «los niños están con los padres sólo poco tiempo después de la cena, retirándose a acostar temprano por higiene y por respeto a sus progenitores». Viendo que ya era hora de cenar, marcó con un fogoso doblez la última página que había leído y, armando jaleo, anunció su habitual incorporación al ágape familiar, del que efectivamente se retiró temprano. Pero no por higiene ni por respeto, sino por haberle tirado un macarrón -con restos de tomate- a su hermana. No volvió a abrir nunca más el tratado.

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Vio la lectora con sorpresa que el libro que acababa de abrir comenzaba abruptamente por los preliminares, cosa de verdad extraña, pues si es cierto que los proemios siempre se encuentran en los umbrales de los volúmenes, en este caso, salvado el cartoné, no había ni créditos, ni autor, ni título. Mas recuperándose ella y comprobando en el texto que se las había con un libro de equitación, con muy buen criterio supuso –¡y acertó!- que autor y título solo podían ir en el lomo.

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Optimista incorregible, aquella buena mujer estuvo casi tentada de abrir el libro, cuando una súbita iluminación le contrajo el músculo del entrecejo. Bien como estaba, pensó que quizás el libro le señalase algún dolor en el que acaso no había reparado y, tras sopesarlo con una sonrisa satisfecha, optó por dejarlo a un lado, sin empezarlo, no sin antes rubricar el título del modo que, a su parecer, merecía. Algo más tarde, se sorprendió abriéndolo por la última página y, a continuación del FIN, añadió otro interrogante. Ahora, pensó, el libro estaba por fin completo.

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Después de mantener 274 páginas inmaculadas, este efusivo lector carrasqueño no pudo contener más su impulso señalético y, ya en las conclusiones, dio por fin libertad a su nervioso bolígrafo para subrayar, resaltar y anotar lo que, a su parecer, merecía el calificativo de «Super Ojo». Y es que habían sido ya demasiadas páginas reteniendo la mano, haciendo ejercicios respiratorios y recurriendo a complejas meditaciones para lograr su promesa de mantener, por primera vez en su vida, un libro sin señales. No sabemos si la fuerza e intensidad de los subrayados, especialmente alrededor de la fecha final, son por la reacción ante lo leído o bien por la frustración ante su incapacidad de cumplir la promesa. Lo que sí ha trascendido es que ese mismo día volvió a fumar compulsivamente.

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A este ávido lector de Joyce le pareció sin duda poca cosa la insulsa portada de la edición del Ulises publicada por Tusquets. A pesar de ello, no fue hasta que lo releyó por segunda vez y prestó atención a la soberbia descripción de Dios -página 103, única señal a lápiz que profana el libro- que decidió remediar aquella carencia haciendo un collage de la silueta del autor, pegándola sobre un fondo de llameantes colores. ¿Una forma de rendir tributo a un Dios? Podría ser, si creemos en la descripción del libro, aunque la verdad, en este caso, sólo Dios la sabe. Al menos de momento: ¿quizás tenga la bondad de revelarla con un comentario en este blog?

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Salió sin libro este lector de una librería de viejo de la calle San Bernardo, en Madrid, donde había entrado a esperar que escampase; pero cuando amainó la lluvia y decidió seguir camino bajo su gastado paraguas negro al que le fallaba una varilla, al desembocar en la calle del Pez, de un contenedor rescató la Historia del Levantamiento, Guerra y Revolución de España del Conde de Toreno, deslucida más que por la edad por el chaparrón y desteñida. Ya en su buhardilla la secó sin prisa con aire caliente. Y aunque esa misma noche comenzara a leerla, se sabe que no llegó al Libro Segundo pues, meticulosísimo como era, no le pasó desapercibido que faltaba 1º sobre la raya de debajo de Primero, y naturalmente subsanó el defecto; e indubitable y compulsivamente lo  habría hecho sobre la raya de debajo de Segundo de haber progresado en la lectura hasta allí.

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