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Archive for the ‘LECTURA TAvERNÁCULA’ Category

En la pequeña librería de viejo que frecuentaba, ella, tan precisa siempre, tropezó con el tomo I de la Historia de la literatura española de Narciso Alonso Cortés cuyas hojas de basto papel amarilleaban de reposo. Una página capicúa despertó su interés al abrirlo al azar. Allí habían echado a lapicero cuenta minuciosa del tiempo que vivió Cervantes: 69 años, 7 meses, 9 días. Lo compró únicamente para, nada más llegar a casa, poder matizar con flecha y amplia caligrafía que ése no era el tiempo total sino el que Miguel pasó bautizado.

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Carmen sólo conocía un remedio para contrarrestar el tedio de una oposición a judicaturas: dibujar. Cuando las leyes empezaban a bailar ante sus ojos la danza de los locos, echaba mano de pluma y tintero y daba forma a hermosos paisajes de amplios horizontes, donde no cabían prohibiciones impuestas por el arbitrio del ser humano. Precisamente pensaba Carmen en el caprichoso criterio punitivo que a todos nos constriñe, cuando una incisiva gota de tinta cayó de la pluma, derrotada por la implacable ley de la gravedad, hasta manchar la palabra arbitrariedad. ¿Simple casualidad? No le pareció tal a Carmen, que después de sentir el calambre de una revelación, cerró para siempre el libro e inició la búsqueda de nuevos horizontes.

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En El niño de la bola, novela por D. Pedro Antonio de Alarcón, en uno de los ejemplares de la edición  de 1880  que se hizo en Madrid en la Imprenta Central, en la página 6 el azar probablemente quiso aclarar el significado de este pasaje donde se suben elevaciones por retorcidas cuestas y un mal camino de herradura, y a modo de glosa, con una mancha al margen, metió la pezuña.

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La mancha de chocolate ya había encontrado su acomodo cuando Rosa abrió el libro por primera vez tras haberlo comprado, como nuevo, en la librería «El rincón de Alejandría», perdida en una alejada y misteriosa villa. Y es que el librero, aficionado por igual al dulce placer de la lectura y del chocolate, no podía evitar saciar sus dos pasiones al mismo tiempo, dejando su sello impreso en páginas elegidas por el azar de un descuido. Cuando vio la mancha, Rosa arrugó la nariz, sintió un amago de indignación y, con un suspiro resignado, cerró el libro momentáneamente y corrió a la cocina. A por chocolate. Las manchas de las siguientes páginas ya son otra historia.

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Ramón Ramírez, español de origen, vivió con este libro el despertar de un trágico recuerdo que creía olvidado. Las andanzas de Pakri, un exiliado húngaro que no consigue desarmar el feroz recibimiento de una América demasiado acelerada, le devolvió de repente a los años -hace ya tantos- en que también él se vio forzado al exilio, huyendo de una guerra fratricida sobre la que mucho se ha escrito ya. Tras finalizar el libro, arrastrado por lo sentimientos compartidos con el protagonista, recreó de nuevo aquellos tiempos infaustos, y sólo cuando ya estaba empezando a rasgar el libro, llevado por una furia insospechada, regresó sobresaltado al tiempo presente, miró a su alrededor y, con una sonrisa dolorida, devolvió el recuerdo al desván de donde había escapado, y el libro al exilio de una estantería remota, donde permaneció olvidado hasta nuestros días.

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¿Es éticamente reprobable romper un libro, aunque sea mío?, se preguntó un hombre de tez enjuta y frente apergaminada (de tanto pensar en cuestiones éticas). Tras muchas cavilaciones, concluyó que sólo a través del conocimiento empírico podría dar respuesta a semejante dilema. Cogió el libro, tomó aire, tensó músculos… pero se sintió incapaz de hacerlo. Finalmente, alentado por la insidiosa curiosidad, reunió el valor necesario para romper un pequeño trozo de una página, apenas un insignificante pedazo de papel en blanco, ni siquiera manchado por la gracia de las palabras. Y sintiendo el sudor frío del que da un paso en falso, resolvió definitivamente sus dudas.

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El 25 de febrero (o quizás de noviembre) de 1940 el luso Barrientos compró en Hamburgo O pequeno Portuguez, un libro de lecturas y conversaciones sobre asuntos de la vida diaria, editado en la universitaria ciudad de Fiburgo 31 años antes. Entre la fecha en que Barrientos adquiere el libro y 1945, la ciudad de Hamburgo iba a ser completamente devastada por los bombardeos. Barrientos, en el margen de la página 69 exclama discreta y gráficamente trazando con cuidado a lapicero dos barritas inclinadas en forma de lluvia, : «¡Con la que está cayendo!»… Y enseguida, con dos clavos de cabeza acodillada, que sirven para colgar bien las preguntas que se hacen, se interroga si siguen siendo «todos los días buenos para hacer visitas, exceptuando el sábado, en que se arreglan las casas, y el domingo».

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Josefina López, más conocida como Fina, era un muchacha de temperamento disperso cuando le obligaron en la escuela a leer a Tolstoi. Ante tal mamotreto, le pidió a una amiga que le ayudase a hacer el ejercicio obligado, y Tolstoi sufrió el destierro de un desván oscuro y siniestro, junto a otros autores de escritura oceánica como Cervantes, Joyce o Víctor Hugo. Años más tarde, siendo Fina una mujer de temperamento disperso, pero definitivamente lectora, se acordó de sus viejos condenados y los devolvió al calor de su salón de lectura, donde de vez en cuando aireaba sus páginas con la emoción del que revive una aventura. Congraciada con Tolstoi, no quiso señalar con su lápiz una frase o un párrafo especialmente reseñable, como solía hacer con otros libros, sino que encuadró todo el texto de principio a fin. Era su forma de pedirle perdón.

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Un hombre de unos cincuenta años, puntilloso en exceso, tenía la manía de marcar con un doblez la última página que había leído, como referencia para proseguir más adelante la lectura. Su manía, tan habitual en tantos lectores, llegaba sin embargo al extremo de doblar incluso la portada. Ante la extrañeza de sus conocidos, respondía siempre lo mismo: «Es evidente: está marcado porque sólo he leído la portada».

El Víctor Hugo no presenta más dobleces en el interior, así que es de suponer que no lo leyó o que (cosa improbable, pues además de puntilloso era inconstante) lo leyó del tirón.

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Una mujer vigorosa y optimista, confundida ante la oscuridad de Molloy, estuvo  tentada en esta página de abandonar definitivamente su lectura, que le dejaba invariablemente en un estado de desagradable inquietud. En vez de eso, decidió conjurar las malas sensaciones animando el inicio de cada párrafo con una flecha ascendente, una flecha de aliento y coraje, a modo de muleta que le ayudaba a conjurar las lúgubres palabras  que seguían a continuación. Gracias a estas flechas ascendentes, consiguió terminar el libro, pero nunca más volvió a leer a Beckett.

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