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Archive for the ‘TABERNEROS INVISIBLES’ Category

(extracto de La estafeta literaria, escrito por Tomás Borrás en 1967)
Aquí rebaña el artista una de estas tres clases de leyendas: la negra, la rosa y la picaresca. Eugenio Noel padecía esta última como una enfermedad. «Ahí va ese chalao». Se contaban de él anécdotas espectrales, y era gallito del corro de desplumados, gallos pelados y en cueros que dormían fuera de puertas por no tener corral. Preside Noel un cortejo de raros, desheredados incluso de la miseria, de los de más abajo de los abajos, las calles alargándose ante ellos, los perros detrás ululando lastimeros, gran oficiante de la secta de desencuadernados del Libro de la Vida.
El verdadero Eugenio Noel era delicado: como los clásicos anteponían a su nombre la inicial de la enamorada, él, ampliando la galantería, firmó con el apellido de aquella: María Noel.
El verdadero Noel era autodidacta: agotándose ante los libros diez horas día y vigilia, a escondidas de curas de seminario; era el que desdeñó una carrera segura, la de sacerdote, y otra de diploma en marco dorado universitaria; repudió lo que le separase, aun a costa del dolor lacerante que no cesa, de los abismos azules que se fingen horizonte. Noel sentía el existir en cuanto opuesto a renunciar.
La leyenda picaresca ha ocultado al Noel suyo detrás del Noel de los otros, ha desviado la calificación hacia lo adjetivo. Su sangre se había espesado con la sangre de los españoles que huelen a crudo, con el aliento a cebolla de las damas de cántaro y moñete de rueda. Estuvo muy largo en las tabernas y ventorros, en calabozos de reja de cruz, en colas de rancho, en colas de tísicos que beben sangre en el matadero, en camas de refugio y panecillo y huevo duro, en caladeros de pícaros con bajura de coger peces sin mojarse el tacón.
Eugenio Noel empieza en Quevedo, sigue en Villarroel, atraviesa romancero, refranero y cancionero. Es el escritor que inventa el tremendismo, lo trágico abultado, y enarbola lo grotesco para clavarlo en lo trágico, le pone bandera bufona a la fatalidad. O las costumbres, o los crímenes, o la burla gruesa: tal es Noel. Español de robusto párrafo y aderezo rústico de habla, desesperado de amor.
Si muere todos los días, como todos, él más, pues muere con ansias inaplacadas de porvenir, pero deja esperanza escrita de haber sido inscrito entre los grandes Hombres, con mayúscula. El verdadero Eugenio Noel constituye ejemplo humano, pesar de ingratitud, lección de arte raíz. A ver quién da más.

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(Extracto del artículo publicado en La Estafeta Literaria, en 1967, por Antonio Manuel Campoy)

A Don Ciro Bayo Segurola hay que ir a buscarle al sótano de la generación del 98, o al cafetín, o a la posada, o a la trastienda de la cacareada generación. Con todo sus nombre de fundador del imperio persa, es una de las figuras más agrisadas en la literatura española del desastre, un verídico personaje de Barbey D’Aurevilly que, tempranamente picado por su musa aventurera, a los dieciséis años se escapa de casa y se va a la tercera guerra carlista, donde pronto fue hecho prisionero. Cuando acabó la guerra, Don Ciro se embarcó para Cuba, primero, y a América más tarde, recorriéndola desde el río Bravo hasta Punta Arenas, dedicándose a ejercer de maestro de escuela. Vuelto a España, se dedicó a gastarse con elegancia un dinerito que le había dejado papá el banquero, y con los solajes de aquella herencia se dio un largo paseíllo por Europa, al cabo del cual regresó a Madrid, convencido de que el mundo era igualito en todas partes: en Arequipa y en los Campos Elíseos, en Jujuy y en Nápoles.
Mientras andaba de un sitio a otro iba escribiendo sus libros y hacía traducciones para el editor Caro Raggio, cuñado de don Pío Baroja. Amigos entrañables suyos fueron los hermanos Baroja, don Pío y don Ricardo, y el entonces niño Julio Caro Baroja, a quien Don Ciro llevaba a ver la parada del Palacio Real y los entierros importantes.
Don Ciro tenía un arsenal de anécdotas que contaba con aires de mariscal jubilado: la serie de oficios que tuvo que ejercer en sus peregrinaciones por América o la vez que se vio obligado a comer carne humana, que «tenía un ligero sabor a cerdo». Murió en el año 1939, acogido a la institución Cervantes, asilo de artistas y escritores sin suerte pecuniaria.

“Soy un caballero andante de nuevo cuño, o,
si se le parece a usted mejor, un pícaro
porque a esto viene a parar la antigua
caballería traducida a la prosa de la vida corriente”

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Pedro Luís de Gálvez podría ser el prototipo del bohemio escritor de los años 30, si no fuese porque un personaje tan atribulado y complejo difícilmente podría encajar en molde alguno. Era, en esencia, un espíritu anárquico que se movía al son de un capricho, de un anhelo o de un duro con el que pagar su eterna deuda. Un bohemio, sin duda. Ahí se le ve, en cualquiera de los templos del café y el vino barato, rumiando su enésima aventura desde unas tripas, como siempre, llenas de telarañas. Da un salto y está en Cádiz, preso: «reo de lesa majestad y culpable de injurias al ejército», dicen. Allí escribe un librito -de título poco original, En la cárcel– que tiene la audacia de ganar un concurso nacional de cuentos y, de paso, concederle la libertad. Los miembros del jurado, entre ellos Alberto Insúa, Palacio Valdés o Gómez de la Serna, mueven contactos y consiguen que el reo de lesa majestad deje de merecer cárcel, y vuelve Gálvez a ver el cielo claro de su amada tierra.

No conoce previsión ni medida, y así el dinero se le va en risas y vino aunque ello suponga dormir bajo manto de estrellas. En el banco de cualquier parque rimará versos y sablazos, hasta que las ascuas de sus tripas le hagan correr de nuevo. Por ahí va con un gato en los brazos, que no para comérselo -todavía no-, sino para empeñarlo en el Monte de Piedad. ¿Se ha visto alguna vez algo parecido? El oficial que lo atiende se niega, al principio, a empeñar a un ser vivo, pero Gálvez sabe ser tan convincente (léase pesado y farfullero) que el empleado termina por sacar unas monedas como único remedio para librarse de aquél hombre. Pero ya dobla la esquina Gálvez que el dinero se le ha ido en celebrarlo, y vuelta al sablazo: hoy se hará el muerto y manda llamar al cura, que tenía por costumbre dejar en duro para el entierro de los pobres. Al poco, el cura sale corriendo de la habitación: «¡Pero bueno, qué clase de muerto es este señor que me pide diez duros!». Así era Gálvez. ¿Así era Gálvez?

Para ir terminando, una buena y una mala acción: dicen que salvó al famoso portero Zamora de la muerte, en los inicios de la guerra civil, y quizás para compensar y no pasar por santo se le atribuye la muerte de Pedro Muñoz Seca. Cualquier cosa pudo pasar en aquellos años confusos. Él mismo, por cualquier nadería, acaba de nuevo en la cárcel para ser finalmente ejecutado el 24 de abril de 1940.
Ahí va Gálvez en su último viaje, acompañado de las locas musas del arroyo -que ya echan mano de sus monederos-, mientras recita su penúltimo verso:
«Una espada pendía del testero.
Sobre la mesa de mi padre había
muchos libros, un Cristo en agonía,
la pistola, la pluma y el tintero.
No conocí a mi tío, aventurero,
poeta y segundón. Se refería
que había matado a no se quién,
[ y había
trocado el mundo por sayal frailero.
Corrió triste mi infancia. Meditaba
la abuela hacerme cura.
[Yo escapaba
con otros chicos a jugar al río.
Tenía novia. Fumaba. Era valiente.
Me aburría el latín. Decía la gente:
«¡No harán carrera de él! ¡Sale
[a su tío!»

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Considerado por algunos como el último escritor maldito de España, Ángel Vázquez Molina se hubiese sentido como pez en el agua en tiempos de la santa bohemia, planificando con Buscarini, Pedro Luis de Gálvez o Vargas Vila el próximo sablazo o recordando la penúltima borrachera en tabernas de mala muerte.  Sin embargo, no le faltó leyenda a su intensa vida. Nacido en Tánger en 1929, Ángel Vázquez tuvo el consuelo de conocer la mítica ciudad encumbrada en las biografías de Paul Bowles (que fue su amigo), Luis Goytisolo, Tenessee Williams, los Rollings Stones, Matisse y tantos otros que se acercaron a Tánger para conocer cómo era vivir en el movimiento perpetuo y siempre sorprendente de un puerto franco.
Para Ángel Vázquez, no obstante, quedaron los recuerdos del pobre: el asombro asustado tras el mostrador de la sombrerería en la que trabajaba su madre, donde aprendió la haquetía (o yaquetía), hablada entre los judíos de origen español en el norte de Marruecos, el abandono de sus estudios por problemas económicos, los trabajos precarios, el desahucio de su casa por problemas económicos y su adicción, cómo no, al alcohol.
Y ahí estuvo la fama y el reconocimiento al alcance de la mano: en 1962 recibe el Premio Planeta por «Se enciende y se apaga una luz», un título que muy bien  podría aplicarse a su propia fortuna. Después, más de lo mismo: el dinero recibido por el premio se le va en pagar deudas, fallecen su madre y su abuela, se traslada a Madrid donde duerme en pensiones baratas y donde se gasta el poco dinero que gana en tabernas de mala muerte. Sólo escribió dos novelas más, entre ellas «La vida perra de Juanita Narboni», de la que se han hecho dos versiones cinematográficas. Y el colofón final, la muerte triste y solitaria del alcohólico en 1980, prvocado por un ataque cardíaco.

Ahí queda Ángel Vázquez Molina, un olvidado al que vale la pena recordar y leer. Él mismo se encarga de dejarnos la síntesis de lo que fue su vida desarraigada, en una carta a su amigo Emilio Sanz de Soto:

«Yo también soy un corrompido. Sin fe en Dios, egoísta y sin ninguna confianza en mi mismo. Homosexual, alcohólico, drogado, cleptómano» (…)

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Corría el año 1933 cuando unos tipos de dudoso gusto literario decidieron condenar los libros que no les gustaban. En vez de relegarlos a los bajos fondos de su biblioteca personal, cosa que a nadie hubiese molestado, optaron por una medida un poco más extrema: quemarlos. Hitler, secundado por Goebbels y toda su camarilla de enajenados, consiguieron prender hogueras en las principales ciudades alemanas y aniquilar, de este modo, libros de más de 5.000 autores, ni más ni menos. ¿Su crimen? Ser pacifistas como Arnold Zweig o Remarque, simpatizantes con el comunismo como Kish o Heinrich Mann, tener un espíritu crítico e independiente como Tucholski o Alfred Kerr o ser, simplemente, judíos, como Arthur Holitscher.
He aquí algunas perlas, no precisamente literarias, de Goebbels, al poco de iniciar lo que hoy se conoce como «Bibliocausto nazi»:

Durante los pasados catorce años Uds., estudiantes, sufrieron en silencio vergonzoso la humillación de la República de Noviembre, y sus bibliotecas fueron inundadas con la basura y la corrupción del asfalto literario de los judíos. Mientras las ciencias de la cultura estaban aisladas de la vida real, la juventud alemana ha reestablecido ahora nuevas condiciones en nuestro sistema legal y ha devuelto la normalidad a nuestra vida […]
Las revoluciones que son genuinas no se paran en nada. Ninguna área debe permanecer intocable […]
Por tanto, Uds. están haciendo lo correcto cuando Uds., a esta hora de medianoche, entregan a las llamas el espíritu diabólico del pasado[…]
El anterior pasado perece en las llamas; los nuevos tiempos renacen de esas llamas que se queman en nuestros corazones […]


Holitscher, cuyo nombre ardió en la memoria de los exiliados, debió de pensar en sus peores momentos que le había mirado un tuerto: tuvo una vida llena de tormentos y fracasos, sólo compensada por el éxito de un libro de reportajes sobre Estados Unidos, le quemaron sus obras y, por si fuese poco, alcanzó una triste forma de inmortalidad al servir de modelo para Detlev Spinell, un personaje caricaturesco que aparece en el «Tristán» de Thomas Mann.

Como detalle final, se acostumbra a señalar un último acontecimiento en la vida -o en este caso de la muerte- de Arthur Holitscher: en su entierro habló otro de los gigantes, Robert Musil. No sabemos lo que dijo, pero acaso la anécdota sirva de apropiado colofón para Holitscher, un hombre al que la historia literaria ha querido dejar sin atributos.

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«Mi apellido es italiano, sinónimo de otros famosos como Rossini, Manzzoni y Marconi. Yo soy español, de pura raigambre. Nací el 16 de julio de 1904, en Ezcaray (Logroño). Actualmente cuento con 21 años y soy autor de 22 obras, publicadas con éxito, cosa que ya no tiene remedio. No envidio a nadie. SOY AMBICIOSO»
Así se presentaba al lector Antonio Armando García Barrios, más conocido como Armando Buscarini, uno de los escritores más pintorescos de la famosa bohemia madrileña de principios del siglo XX. Impasible al desaliento, este escritor de fealdad proverbial vendía personalmente sus libros en las calles, utilizando en ocasiones una original estrategia comercial: en noches desesperadas, se asomaba al puente de Segovia y amenazaba al paseante de turno con tirarse si no le compraba un ejemplar. Eso si, con oferta: a dos pesetas si incluía dedicatoria, a una sin su estampa.
Se estrena a los catorce años con su primer libro, ‘Emocionantísimas aventuras de Calck-Zettin. Emperador de los detectives’, y desde tan temprana edad empieza a dar muestras de su calidad como personaje apareciendo en las crónicas de Pío Baroja, Ramón Gómez de la Serna, Valle-Inclán o Rafael Cansinos-Assens. Con más de treinta libros fracasados a sus espaldas y una vida interrumpida por constantes visitas a hospitales psiquiátricos, tuvo el final que todo buen bohemio merece: murió enfermo de esquizofrenia y sífilis en el manicomio de Logroño.
Orgullo
Aunque sufra del mundo los desdenes
de mi vida de artista en la carrera;
aunque pasen altivos a mi paso
los hombres de alma ruin que nunca sueñan;
aunque salgan aullando a mi camino
los famélicos lobos que me acechan
con la envidia voraz; aunque en mi lucha
hambre y frío sin límites padezca;
aunque el mundo me insulte y me desprecie
y por loco quizás también me crean;
aunque rujan tras mí ensordecedoras
tempestades de envidia; aunque me vea
harapiento y descalzo por las calles,
inspirando piedad e indiferencia;
y, en fin, aunque implacables me atormenten
las más grandes torturas, aunque vea
que a mi paso se apartan las mujeres
por ver con repugnancia mi pobreza
(pero quizás ignorando de mi alma
el tesoro de ensueño que se alberga),
nada me importará, porque yo siempre,
caminando sereno por la tierra,
con el alma latiendo por la gloria
y flotante a los vientos mi melena,
iré diciendo al mundo con voz fuerte,
¡con voz en la que vibre mi alma entera!:
-Es verdad que yo sufro; pero oídme:
¿qué me importa sufrir si soy poeta?

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¿Quién no conoce a Fitzgerald, Dos Passos, Hemingway, Faulkner o Steinbeck? Son las grandes figuras literarias de la llamada «Generación perdida», aquellos escritores que vieron de cerca los horrores de la primera guerra mundial y los estragos causados por la Gran Depresión de 1929. Lo que seguramente muchos desconocen es que hubo en su tiempo una escritora tan popular como ellos, un nombre que brilló con fuerza y que se fue apagando gradualmente hasta ocupar un apartado rincón en los manuales de historia literaria: Edna St. Vincent Millay.
Esta mujer, empeñada en desmentir su delicada apariencia, tuvo una vida casi tan llamativa como su propia obra. Era precisamente en sus poemas, saturados de emoción, donde se plasmaban sus vivencias más íntimas, su vida amorosa, bohemia y sin prejuicios que pasaba de boca en boca con la rapidez impropia del escándalo. ¿Airearemos también nosotros sus amoríos con Thelma Wood, Edmund Wilson o George Dillon, entre otros? Detengámonos mejor en su mérito literario, que le valió ser la primera mujer en ganar, en 1922, el Premio Pulitzer de Poesía, o en sus famosos recitales, capaces de atrer a auténticas multitudes. Pero su estrella, como dijimos, fue decayendo poco a poco, y ella misma se encargó de acelerar su declive a base de alcohol y morfina. Tras su muerte, a los 58 años, nos queda el consuelo de sus versos emotivos y alguna que otra necrológica de las que quedan bien en homenajes como éste. Nos quedamos con la de Thomas Hardy, que dijo una vez que «Estados Unidos tenía dos grandes atractivos: los rascacielos y la poesía de Edna St. Vincent Millay».

He olvidado qué labios me han besado
«He olvidado qué labios me han besado,
dónde y por qué, en qué brazos he dormido
hasta el amanecer; pero en el ruido
de la lluvia esta noche han llamado,
mi corazón dulcemente ha sufrido
por los tiernos muchachos que yo olvido
y que ya no despiertan a mi lado. »

Edna St. Vincent Millay

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