(Extracto del artículo publicado en La Estafeta Literaria, en 1967, por Antonio Manuel Campoy)
A Don Ciro Bayo Segurola hay que ir a buscarle al sótano de la generación del 98, o al cafetín, o a la posada, o a la trastienda de la cacareada generación. Con todo sus nombre de fundador del imperio persa, es una de las figuras más agrisadas en la literatura española del desastre, un verídico personaje de Barbey D’Aurevilly que, tempranamente picado por su musa aventurera, a los dieciséis años se escapa de casa y se va a la tercera guerra carlista, donde pronto fue hecho prisionero. Cuando acabó la guerra, Don Ciro se embarcó para Cuba, primero, y a América más tarde, recorriéndola desde el río Bravo hasta Punta Arenas, dedicándose a ejercer de maestro de escuela. Vuelto a España, se dedicó a gastarse con elegancia un dinerito que le había dejado papá el banquero, y con los solajes de aquella herencia se dio un largo paseíllo por Europa, al cabo del cual regresó a Madrid, convencido de que el mundo era igualito en todas partes: en Arequipa y en los Campos Elíseos, en Jujuy y en Nápoles.
Mientras andaba de un sitio a otro iba escribiendo sus libros y hacía traducciones para el editor Caro Raggio, cuñado de don Pío Baroja. Amigos entrañables suyos fueron los hermanos Baroja, don Pío y don Ricardo, y el entonces niño Julio Caro Baroja, a quien Don Ciro llevaba a ver la parada del Palacio Real y los entierros importantes.
Don Ciro tenía un arsenal de anécdotas que contaba con aires de mariscal jubilado: la serie de oficios que tuvo que ejercer en sus peregrinaciones por América o la vez que se vio obligado a comer carne humana, que «tenía un ligero sabor a cerdo». Murió en el año 1939, acogido a la institución Cervantes, asilo de artistas y escritores sin suerte pecuniaria.
“Soy un caballero andante de nuevo cuño, o,
si se le parece a usted mejor, un pícaro
porque a esto viene a parar la antigua
caballería traducida a la prosa de la vida corriente”